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Érase una vez, en un lejano país de oriente, existió un Sultán que gobernaba sabiamente su reino.

Llegado fue el día en que el Sultán, ante la evidencia de que su hija mayor – la Princesa – ya era casadera, decidió convocar a todos los varones casaderos del reino.

Así fue como todos los jóvenes casaderos asistieron, con lo cual el Sultán va y les dice:

– “Os voy a dar una semilla diferente a cada uno de vosotros.
Trascurridas siete lunas, deberéis traerme ante mi presencia la flor que os haya crecido.
La flor más bella será la que ganará la mano de mi hija – la Princesa – y, por ende, también el reino”.

Así se hizo.

Pero de todos los jóvenes pretendientes, sólo hubo uno que, plantada que fuere su semilla, esta no germinó.

Mientras tanto, todos los demás jóvenes casaderos del reino no cesaban de parlotear – jactándose – al tiempo que mostraban sus hermosas flores – que crecían y crecían a partir de las semillas regaladas por el sultán -.

Transcurridas las siete lunas, todos los jóvenes casaderos acudieron al palacio del Sultán, mostrándole sus hermosísimas y exóticas flores.

En estas, que aquel joven al que no llegó a germinar su semilla – con su maceta yerma y seca – ni siquiera se propuso acudir a palacio a requerimiento del Sultán – su Señor -.
¿Qué podía ofrecer él, humilde joven, sin ninguna flor esplendorosa que mostrar?

Pero la madre del joven insistía en que sí debía acudir y personarse ante el Sultán – su Señor -…… dado que él era un participante más de los muchos otros, y debía dignificarse estando allí presente también.

El joven finalmente accedió, con lo cual acudió al palacio del Sultán – su Señor-
Con la cabeza gacha y sintiéndose muy avergonzado, fue el último de los jóvenes casaderos en mostrar su maceta – vacía, yerma y seca -.

Ni que decir tiene que aquella maceta – tan muerta – fue la burla de todos los otros jóvenes casaderos, que, jactanciosamente, brillaban tanto como sus flores.

En estas, que ante tal alboroto, el Sultán – su Señor – se irguió, e hizo un movimiento a sus sirvientes para que se dispusieran a llamar a su hija – la Princesa – para que acudiera, también, al salón de audiencias.

Presentada que fuere su hija, la joven y bella princesa – y ante la consternación de todos los jóvenes casaderos allí presentes – con sus hermosísimas flores – el Sultán mandó llamar, de entre todos los jóvenes casaderos, “aquél que, justamente, mostraba su maceta vacía, yerma y seca”.

Un silencio repentino se expandió por toda la estancia… mientras que, atónitos, todos los jóvenes casaderos esperaban una explicación del Sultán – su Señor -.

Fue entonces cuando el Sultán, con todo su porte regio, va y dice:

– “Este joven es el nuevo heredero del trono… y será también, él, quien va a casarse con mi hija la Princesa.

A todos vosotros yo os di una semilla vieja y no fértil, sin ninguna posibilidad de florecer en flor ninguna.

Todos habéis tratado de engañarme, a mí – vuestro Señor, suplantando aquella semilla vieja y arrugada por otra semilla lozana y joven… pero este joven, al que veis cabizbajo y avergonzado, ha tenido el valor de presentarse, ante mí – su Señor, mostrándome su maceta vacía, yerma y seca…y mostrándome, ante mis ojos, su sinceridad, su lealtad, su honestidad y su valentía – todas ellas cualidades que un futuro Sultán debe de tener, y que, por supuesto, mi hija – la Princesa – merece”.

(Cuando existe honestidad, no hay contradicción ni discrepancia en nuestros pensamientos, palabras o acciones.
La honestidad nos proporciona coherencia e integridad).